3/2/09

Él escribe Yo dibujo.

Sintiéndonos tan distintos,
tratamos de unir lo que nos gusta hacer.

Pasábamos la tarde maquillándonos. Delicada como era, Sarah nos delineaba el contorno de los ojos con un lápiz azul. Vianette hacía lo propio llenándonos los párpados con sombras naranja. Luego nos hacía cerrarlos para soplar sobre ellos polvo brillante.

Cada una elegía un color distinto para la boca. Llegamos a tener veintisiete tonos distintos, nueve de ellos rosas, inmundos. Sarah escogía siempre el verde limón y yo, que era más conservadora, el rojo. Movíamos los labios de arriba abajo y los estirábamos para ver si el color era uniforme. Con el dedo medio, nos limpiábamos las manchas de los pliegues y besábamos una hoja perfumada para escribir luego una carta.

Por una petición mía, que nunca supe explicar muy bien, acordamos que no habría lunares sobre la boca. En cambio, cualquier truco en el rizado de las pestañas sería bien recibido.

Perla ponía colorete en nuestras mejillas y si le traíamos unas nuevas medias de red nos rociaba el cuello con el perfume de una botellita púrpura parecida a una señora robusta. Nos divertía el tejido de su atomizador en forma de corazón y la brisa dulce que desprendía.

Desde entonces y hasta entonces, mi piel supo de telas brillantes, terciopelo, abrigos, de plumas rosas y lentejuelas. Veía mis piernas torneadas con satín y mi espalda descubierta, provocativa.

Sarah, con sus uñas doradas, ponía la aguja sobre un viejo disco de vinyl con música de piano. Si había lluvia, me sentaba junto a la ventana a lanzar bocanadas de humo, echando cabeza hacia atrás. Era mi número.

Entonces yo cruzaba las piernas descubiertas y cantaba sentada sobre un piano que era tan real como mi deseo de sentarme en él y cruzar las piernas descubiertas y cantar. Me erguía y sonreía para cien hombres que sonreían conmigo y aplaudían entorpecidos por mi belleza.

Casi lloraban deseando tenerme entre sus manos; bajar el cierre del vestido, terminar con cada broche, con cada botón entre nosotros. Era hermosa, lo sabía. Y yo, tan digna como mi madre hubiera sido, giraba la cabeza y fumaba de la larga boquilla y de nuevo me echaba hacia atrás para exhalar la última bocanada de humo y suspirar con el último verso de la melodía. Mientras se llenaban las copas, los desdeñaba con las pestañas, tan coqueta, tan deseada, con mis manos grandes, mi espalda tan ancha.
Después el brindis, el petrolato, los pañuelos blancos, el saco. Y volvíamos a ser hombres, novios ejemplares, futuros maridos.
Vinyl, por Christian Gómez. En el Fastigio.
Ilustracion de mí para Vinyl. =]